Por Sergio Cáceres Mercado - caceres.sergio@gmail.com
Vivir una vida feliz. Esta es la finalidad última del hombre, nos decía Aristóteles. Algo tan simple y que, sin embargo, es lo más costoso en este mundo, al menos para la manera en que la solemos encarar. Quizá un budista tenga una receta más simple y se compadezca de cómo nos complicamos en esta existencia material y consumista en que se ha convertido la cultura occidental; donde vale más el tener que el ser, diría Fromm.
Tengo mis dudas acerca de si los millones que pisaron este planeta han logrado el ideal del estagirita. Total, la definición de lo que pueda ser la felicidad ha cambiado mucho seguramente desde aquella época en que la cultura griega empezaba a expandirse por el mundo. En ese sentido, me gusta pensar que todos fuimos y somos felices a nuestra manera, según las condiciones de posibilidad que nuestro tiempo y circunstancias dictaban.
Sin embargo, hay un dato innegable: hay gente infeliz en este mundo. Personas que viven miserables (espiritualmente) y que deambulan como almas en pena a nuestro alrededor.
A veces me pregunto si existe algo así como una justicia divina, o un equilibrio universal, o un karma, que explique tamaño sufrimiento.
Entonces me digo que tal equilibrio existe porque la vida permite a todos ser niños antes de ser adultos (excepto a Benjamin Button). Quiero creer que la infelicidad es una cualidad que solo se puede encontrar en la adultez, y que la felicidad puede ser también para el adulto, pero es imposible que no sea para el niño.
Y, sin embargo, esta cruel vida y este cruel país me muestran todos los días niños con miradas tristes y toda mi teoría se vuelve una ingenuidad. De ahí que una política que implique sacar a la niñez de toda situación que no la lleve a reír y jugar tiene siempre mi simpatía. Si la vida es dura por definición, al menos en la infancia debe ser amable. El Estado debe tener como política prioritaria mantener a sus niños felices, si no quiere luego tener ciudadanos amargados.
Luego de que Panambi y Arandu llegaron a mi vida, comprendí a cabalidad aquellos versos que Miguel Hernández -en la mortal prisión- escribió a su hijo: "Desperté de ser niño. Nunca despiertes. Triste llevo la boca. Ríete siempre". Es claro que el centenario poeta amaba a su retoño, pero más claro es que Hernández -en un momento de terrible pena- reconocía en su hijito la felicidad que él alguna vez conoció de niño.
"Tu risa me hace libre, me pone alas. Soledades me quita, cárcel me arranca". Este beneficioso efecto tiene la risa infantil. Libera de esta vida adulta a la cual despertamos, y nos permite volver a soñar en esos hermosos días de inocencia donde la miseria humana ni siquiera era registrada.
Si no podemos lograr la felicidad de todos los hombres a lo largo de su vida, al menos debemos hacer el esfuerzo de lograr una sonrisa al menos en nuestros pequeños. Quizá el paso por esta vida ya esté justificado por esos años de inocencia que por derecho nos pertenece.
"Es tu risa la espada más victoriosa. Vencedor de las flores y las alondras. Rival del sol. Porvenir de mis huesos y de mi amor."
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